El ser-para-la-muerte (o ser-para-morir) es un modelo ontológico y epistemológico ideado por Martin Heidegger: uno de los filósofos existencialistas más importantes del Siglo XX. A lo largo del presente documental, se discutirá la estrecha relación del Dasein (o ser humano auténtico) con su inherente condición de mortalidad. ¿En qué medida es la muerte pensable, cognoscible e imaginable? Y más inquietante aún, ¿qué implicaciones tendría una verdadera relación con la muerte por medio de lo pensado, conocido o imaginado?
⌚ Línea temporal:
00:00-02:35 - Introducción
02:35-10:17 - ¿Qué es el Dasein?
10:17-15:34 - El perfecto igualador.
15:34-21:03 - El perfecto individualizador.
21:03-26:12 - Sobre la angustia
26:12-30:20 - La resolución anticipatoria
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Según Martin Heidegger, hallamos en la muerte una interesante contradicción: por un lado, consta como la reina posibilidad entre todas las posibilidades, a saber, una ocurrencia totalmente independendiente de lo que uno decida hacer de sí mismo; y, por otro lado, representa la privación de poderse experimentar por entero, esto es, para materializar cada uno de nuestros “¿y sí…?”. En definitiva, la muerte es aquella Roma a la cual cada plural y variopinta ruta conduce inexorablemente: niño, anciano, mendigo, rey, político, ciudadano, artista, ingeniero… Seas quién y como seas, el destino final de todas y cada una de tus posibilidades como individuo está sellado. Dicho esto, ¿cómo podríamos entablar un vínculo puramente auténtico con la muerte? Desde luego, estamos hablando de dos cosas bien distintas. Por ejemplo, ¿nos hacemos más auténticos cuando nos lamentamos en un tono nihilista? (“Ya nada tiene sentido porque me voy a morir sí o sí”). ¿Nos hacemos más auténticos cuando afirmamos el presente a grito de carpe diem? (“¡A disfrutar de la vida, que son dos días!”). ¿Nos hacemos más auténticos cuando proponemos metas y objetivos vitales con ánimo de sentirnos más satisfechos? (“He de diseñar un propósito en virtud de los valores más nobles”). ¿Nos hacemos más auténticos cuando concluimos el debate con aires de indiferencia? (“No merece la pena comerse la cabeza con la muerte”). ¿O nos hacemos más auténticos cuando actuamos despavoridamente como si fuéramos a morir mañana? (“Mi temor está completamente justificado, y debo anticipar todo pronóstico que pueda acelerar mi partida”). La verdad es que este asunto está todavía lejos de una resolución cabal. Es más, ¿podemos tan siquiera preguntarnos cosas acerca de la muerte habida cuenta de su naturaleza atópica? ¿Es procedente indagar en una otredad ya de por sí impensable, desconocida, inhóspita y aterradora?